27 de noviembre de 2017
Complejas sociedades interdependientes y estructuras familiares no son exclusivas a la especie humana. Así lo reveló Suzanne Simard, investigadora canadiense de ecología forestal de la Universidad de Columbia Británica, quien durante más de dos décadas ha abogado por cambiar cómo entendemos a los bosques. Y es que los árboles que los componen no son plantas estrictamente inertes, sino que conforman redes vinculadas estrechamente con la vida de la flora vecina. En el núcleo de este descubrimiento, con el que Simard revolucionó la comunidad científica en 1997 mediante el journal Nature, están las micorrizas, una relación simbiótica entre las extensas raíces de los árboles y hongos que conviven en los bosques.
Mediante esta conexión, distintas especies intercambian nutrientes que de manera dinámica: a los árboles, los hongos le entregan minerales y agua, mientras que los hongos obtienen vitaminas y carbono, nutrientes que no podrían sintetizar por su cuenta. Vale destacar que este intercambio bidireccional no se limita únicamente a una pareja de planta y el hongo, sino que se extiende a múltiples conexiones con otros árboles. Es así como, a través de las redes micorrizas, los árboles son partes de un complejo tejido subterráneo que contribuye a la subsistencia del ecosistema forestal. En un bosque, un sólo árbol puede estar conectado con centenares de otros para compartir nitrógeno, agua, carbono y fósforo.
Por lo demás, como distintas especies tienen diferentes etapas de crecimiento, dicha relación simbiótica permite a árboles en etapas más infantiles acceder a nutrientes recaudados por una planta más desarrollada y con un follaje más maduro. Así, los árboles más antiguos son los que han tenido más tiempo para vincular sus raíces con el resto de la red, volviéndose nodos instrumentales para el crecimiento de plantas más jóvenes. Midiendo rastreadores de isótopos, los primeros experimentos de Simard demostraron que, por medio de las micorrizas, distintas especies (como abetos y abedules) envían carbono a sus vecinos cuando éstos -dependiendo de la época- no tenían hojas. «Es una conversación entre individuos de un ecosistema», explicaría Simard en su ponencia.
Otro descubrimiento hecho por el equipo de Simard es que, dada la alternativa de colaborar con diferentes especies, un árbol reconocerá y preferirá plantones germinados de su familia. «El sistema es redundante y, de esta forma, si se cortan algunas conexiones, la red continúa. Pero existen puntos fundamentales que implican un colapso mayor si son intervenidas», explicó. Además de distribuir el carbono excedente entre los plantones más jóvenes, los denominados «árboles madre» -los más viejos e interconectados de la red- incluso reducen el espacio acaparado por sus raíces, permitiendo que los más jóvenes también puedan desarrollarse bajo la tierra.
Árboles madres también dan aviso de catástrofes para que el resto del ecosistema pueda adecuarse. Otros experimentos conducidos por la científica canadiense pusieron árboles bajo estrés cortando ramas e hiriendo sus raíces. El resultado, según Simard, es claro: Cuando un árbol madre está en peligro o muere, no sólo envía carbono a otros miembros de la red, sino que también señales químicas que informan sobre peligros externos. Similarmente, plantar árboles de manera masiva no garantiza la subsistencia del bosque, ya que individualmente -y sin tiempo para cultivar una red- están indefensos ante enfermedades o desastres naturales.
De acuerdo a los experimentos de Simard, la probabilidad de supervivencia de plantones vinculados a una red es hasta cuatro veces mayor a la de un árbol independiente. «Este conocimiento siempre estuvo con los pueblos originarios. Lo ignoramos sólo porque previamente no había sido publicado en una revista científica de prestigio. Y para resguardar la integridad del medioambiente y enfrentar el cambio climático, es necesario considerar todo el conocimiento disponible», concluyó.
Revive la charla de Suzanne Simard en el Centro de Innovación UC aquí: